No olvidemos a Cobain
No
olvidemos a Cobain. Escuchémoslo, apreciemos su música, leamos sus letras,
reivindiquémoslo. No olvidar no equivale a recordar. No. Eso sería
sencillo. No olvidar requiere esfuerzo, dolor, aceptación. Por lo tanto: no
lo olvidemos. No olvidemos la vida que vivió y la muerte que eligió. Es
importante, no es un detalle menor. Cada quien tendrá su opinión al respecto. Aquí
va la mía: Cobain se mató para que no olvidemos… A él y a lo que representó. Lo
sé, lo entiendo. El motivo es egoísta e irresponsable; narcisista, delirante,
manipulador, engañoso y perturbador. ¿Qué suicidio no lo es? Tal vez, Kurt
Cobain fue así: un tipo ensimismado, un nene que nunca maduró, que siempre
deseó ser el centro de atención. Un adolescente consentido, malcriado y con
aires de grandeza. Un muchacho prejuicioso e intolerante con los poderosos;
pero defensor de los débiles, los incomprendidos y los abusados. Una
contradicción andante, una irracionalidad. Un hombre de pueblo norteamericano;
de Aberdeen, una ciudad maderera, dentro del Estado de Washington, un sitio con
altos índices de suicidios y asesinatos. Un lugar frío, habitado por familias frías; padres, hijos, abuelos, tíos que
convivían dentro de casas frías, al lado del Wishkah, un rio de aguas plomizas,
contaminadas y heladas. Sí, Kurt Cobain; el líder y compositor de una banda
llamada Nirvana. Un simple norteamericano de cabellos lacios y rubios; con ojos
azules y piel blanca. Hijo de padres separados. Un muchacho que, a sus once
años, vivió en once hogares diferentes. Un individuo que se convirtió en un
hombre falto de amor y que, en el proceso, aprendió a tocar la guitarra y se
enamoró del punk rock. Un tipo que admiraba las estrellas, pero que no se
sentía digno de ellas. Un hombre que escribía sus ideas, poemas y canciones; un
artista que diseñaba las portadas y el arte de los álbumes; un publicista que elaboraba
las estrategias de marketing y promoción de sus discos; un empresario ambicioso
que revisaba, día a día, los charts de ventas; un mandamás que exigía –nunca de
manera directa, siempre a través de sus representantes y abogados- que los canales
de televisión y las radios promocionasen sus canciones. Un hombre que alguna
vez vivió bajo un puente y que, ni bien pudo, se compró una mansión. Un tipo
que, en sus cuadernos y diarios, escribió manifiestos contra el corporativismo
y el conservadurismo; y que maldijo el éxito que él mismo construyó. Un disconforme,
un saboteador. Alguien capaz de amar y maltratar. Dictador y víctima a la vez. Humano.
Un poeta, un escritor, compositor, cantante y pintor. Un idealista, un
capitalista de la apatía. Un tipo que sabía lo que quería y que conocía el
mejor camino para alcanzarlo. Un iluminado. Un hombre cegado por los vicios y
las adicciones. Un hedonista y pesimista. Un atorrante, un cínico, un
misántropo. Un talento sin igual. Un padre que, frente a las cámaras de
televisión, aparecía con su bebé en brazos; pero que en la sala de su casa se
inyectaba heroína y perdía la cabeza durante semanas, horas, días… No olvidemos
a Cobain. Es importante. Es vigente, es contemporáneo. No olvidemos su contradicción.
No olvidemos a Nirvana, no olvidemos al punk y al último coletazo del verdadero
rock. Tampoco -menos aún, por nada del mundo-, olvidemos la manera en que
murió.
Hace veinticinco años se suicidó. Colocó
el cañón de la Remington dentro de su boca y apretó el gatillo. Desde entonces,
¿algo cambió? Tal vez, pero no tanto. El mundo arde, igual que entonces.
Algunos dirán que las redes sociales nos acercaron, nos comunicaron y nos
hicieron más ‘humanos’. Otros responderemos que, en realidad, nos atontaron y
apresuraron. Ahora, veinticinco años después, la vida es básicamente igual. Los
actores seremos otros, pero el mundo es el mismo y aún está repleto de gente
cansada, agotada y hastiada. Gente que corre, feliz como perdiz, hacia su propia
destrucción; con los smartphones en las manos, con las selfies improvisadas, con
las Instagram stories, los boomerang, los emojis y los trending topic. Con las
fiestas de matrimonio en la playa… Punta Cana, Cancún o La Riviera Maya. Con
los Cowork y los Food Trucks. Con los Bancos que quieren ser cafés y con las
agencias de Marketing que se venden como un estilo de vida o una religión. Con
los expertos que jamás en su vida trabajaron. Con los life-coach que cobran por
enseñar a alimentarse, respirar, vivir. Con el dinero como el dogma de mayor
valor. Con los influencers que no influyen en nada de importancia real. Con las
vagonetas último modelo convertidas en símbolos fálicos (aunque esto no es
nuevo, lo acepto). Con la idea de que todo en la vida debe ser una experiencia
inolvidable, adorable, memorable, amable. Con la sonrisa en el rostro como una
obligación. Con los activismos virtuales y las miserias reales. Con los viejos ricos
que añoran los tiempos pasados, y con los ricos nuevos que destrozan todo a su
paso. Con la ilusión de creerse un motor, un ejemplo de desarrollo, honestidad
y grandiosidad, cuando en realidad lo único que hemos construido es una postal.
Con Donald Trump, Bolsonaro, Macri, Evo, Maduro y López Obrador como estrellas
y líderes del mundo. Con barcos chinos que construyen islas y ciudades
ficticias. Con el temor de perder nuestro chaco, nuestro terruño. Con la
desconfianza en el amigo y el vecino. Con la certeza de que la vida no resultó
ser tal y como la habíamos pensado… Que, en realidad, es mucho más dura de lo
que imaginamos. Así corremos, como gallinas que huyen del sol, y con los ojos
cerrados. ¿Kurt Cobain, vivo en un mundo así? No lo creo. Ya se habría matado.
Creo que él se dio cuenta de eso y no lo soportó. Al fin y al cabo, fue un ser
frágil. Un individuo con el destino trazado. En Serve the Servants, el primer
tema del disco In Utero, cantó: La ansiedad de la juventud ha pagado bien;
ahora estoy aburrido y viejo… Veinticinco años después, por favor, no lo
olvidemos. Recordémoslo, escuchémoslo, apreciémoslo. Puso fin a su vida para
eso, para anclarse en ese momento, para dejar ese recuerdo, para no enfrentarse
a la realidad de la vejez, para no crecer, para no vencer sus miedos, para ser por
siempre el chico desaliñado de veintisiete años, ese muchacho que escribió esas
canciones y que las cantó y que, con apenas tres discos, conquistó al mundo, lo
tuvo a sus pies… Y luego, terco y consentido, lo pateó y lo rechazó… Se bajó
del tren… Agarró la pelota y se fue; y allí nos dejó, en medio de la cancha,
antes de finalizar el partido, sin balón y sin saber hacia dónde correr y patear.
Eva Sofía Sánchez Exeni
Abril 2019
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