COVID y salud mental. Una entrevista (2da. parte).
"Es el momento para recoger todo lo que se rompió"
Entrevista a Corina Montilla, psicóloga. (2da. parte).
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Esta es la segunda parte de la entrevista a la psicóloga Corina Montilla. Sigue este enlace para leer la primera parte: https://bit.ly/34EeP6r.
En esta segunda parte nos enfocamos exclusivamente en las experiencias de Corina durante la pandemia del COVID-19.
Esta segunda entrevista se realizó el 27 de junio de 2021. A esa fecha, Bolivia registraba:
- 433.935 casos positivos.
- 16.581 fallecidos.
- 354.569 recuperados.
- 14% de la población con primera dosis de vacunación.
- 5.1% de la población con segunda dosis de vacunación.
- Tasa de mortalidad: 2,6%
―
Corina,
tenemos más de 400 mil casos, más de 16 mil fallecidos. Sin embargo, la gente hace
su vida como si todo estuviese normal. Van a fiestas, a cafés, al cine. En medio
de una pandemia y con tanta tragedia, ¿por qué actuamos así? ¿Cómo se explica
eso?
― Lo que pasa es que ya estamos un año y medio en esto, y la gente está cansada. Lo grave es que se cansó en un momento delicado porque no están tomando conciencia. ¿Me entendés? La clave es el nivel de conciencia que deben, o deberían tener, las personas. ‘Conciencia’ entendida no como la capacidad de distinguir ‘lo bueno’ de ‘lo malo’, o como una sensación de ‘culpa’; sino 'conciencia' entendida como la capacidad de comprender la gravedad de la situación. Y lo más importante: conciencia acerca del valor real de la vida. Esta falta de conciencia está ligada a un egoísmo extremo. O a la mirada social. Tomando como ejemplo lo que acabas de decir: una fiesta de matrimonio es un evento netamente social. Pero si vos tienes a tu pareja y ambos quieren casarse, pueden hacerlo a solas, en la notaría. Eso es contraer matrimonio. La fiesta es el evento social, nada más. Y el otro problema es que la gente tiene una sensación de omnipotencia. La idea de que ‘a mí no me va a pasar’. Eso es aún más peligroso.
― ¿Cómo experimentaste el inicio de la pandemia?
― Lo viví de cerca. Cuando empezó la restricción estricta mi marido estaba en Estados Unidos. Ya teníamos a la primera persona con COVID en Santa Cruz, una persona que había llegado de Italia. Recuerdo que era una señora. Esa semana yo estaba con mis hijos, sola, ya que mi esposo estaba en ese otro país. Sentía mucha angustia porque estaban cerrando las fronteras. Estaba muy preocupada. ¿Qué pasaría si mi marido no lograba ingresar al país? Por suerte llegó un 14 de marzo. Dos días después, el 16, cerraron las fronteras. Es decir, llegó ‘sobre el pucho’. Así fue mi primera experiencia en lo referente a mi familia. En el hospital ya veníamos escuchando acerca del COVID desde noviembre o diciembre de 2019. Escuchábamos que había un virus en China, pero nadie creía que llegaría hasta acá. ‘China está lejos’. Eso era muy común de escuchar. Pero cuando llegó la primera paciente, esa señora que llegó desde Italia, fue como: ‘Wow’. Y nos dimos cuenta de que el virus estaba aquí y que debíamos prepararnos. Nuestro primer paciente fue un hombre que había estado de viaje por El Caribe. Al principio no teníamos permitido ingresar a las habitaciones de los pacientes. Así que durante los tres primeros meses todo el apoyo psicológico se hizo mediante llamadas. Contactábamos a los familiares y realizábamos el seguimiento correspondiente. Coordinábamos para que hablaran con los doctores y recibieran la información pertinente. Inicialmente, fue así. Era todo tan incierto, por eso yo no tenía contacto directo con los pacientes. La política del hospital era la siguiente: cuanto menos exposición tengamos (los miembros del personal de salud), mejor, porque no sabemos qué es esto. Marzo, abril, mayo. Así trabajamos durante esos meses. En ese lapso de tiempo mi trabajo estaba más enfocado en dar apoyo a las familias; y también apoyar emocionalmente al personal de asistencia[1]: enfermeras y residentes.
―
¿Cuándo
escuchaste acerca del COVID por primera vez?
― Los primeros casos se reportaron en noviembre de 2019, en China. Yo estaba de vacaciones. Habíamos viajado a Estados Unidos, con mi marido. Allí supimos del virus.
―
¿Hablaron
acerca del tema con tu esposo?
― Sí. La verdad es que ambos teníamos esta sensación de ‘lejanía’. O sea: “no creo que llegue a Bolivia”. De hecho, esa era la sensación en Estados Unidos. Nadie en ese país creía que el virus llegaría hasta allá. Incluso el mismo Donald Trump lo decía. Estábamos tranquilos. ‘Si en EEUU no pasa nada, mucho menos sucederá en Bolivia’, nos decíamos. Sin embargo, el virus ya estaba en Estados Unidos y nadie lo sabía aún. Allá no había restricciones. Regresamos a Bolivia el tres de febrero de 2020. Dos semanas después mi esposo retornó a EEUU y ahí empezó todo.
―
¿Cómo se
prepararon en el hospital?
―
No
hubo preparación. Fue una situación que debimos afrontar sobre la marcha. Me es
difícil recordar porque todo pasó muy rápido y no hubo chance de detenerse para
pensar. Tenías que acomodarte y adaptarte. ¿Entiendes? Eras útil donde sea. Esa
fue mi sensación particular. A mí me pasó algo raro durante esta primera etapa,
que fue un tema de pensar: ‘ok, hay que lidiar con esto, no queda alternativa’.
Recuerdo que un día llevé a mis hijos al colegio y a la mañana siguiente ya
habían suspendido las clases. En ese momento ‘me cayó la ficha’. Me di cuenta
de que lo que se venía era realmente grave. Luego, como muchas personas, me
dije: ‘va a durar dos semanas; o tres semanas, máximo’, Pero inició y no acabó
nunca. En el hospital, antes de que nos llegue el primer paciente, todos hablábamos
y comentábamos acerca del virus. La sensación general era de miedo. Y una vez
llegó el virus, nos vimos obligados a actuar, a adecuarnos, incluso a ver qué
función podíamos cumplir para ayudar, ser útiles. En esos primeros días atendí
a muchos miembros del personal asistencial. El hospital empezó a llenarse de
pacientes. El personal no abastecía, muchos debían hacer dobles turnos. Así que
no, no hubo tiempo para prepararse. Nadie sabía la dimensión de lo que se
avecinaba.
[1] Por personal asistencial, Corina se refiere a todas las personas que prestan apoyo al paciente. Por ejemplo: psicólogos, nutricionistas, fisioterapeutas.
―
¿Mantuviste
comunicación con colegas psicólogos?
― No. Lo que hice fue empezar a averiguar lo que hacían en otros países. Cómo se actuaba en España, Italia, Argentina. Como te digo: no había nada escrito acerca de cómo proceder en un caso como este. Todo se tuvo que escribir en el camino. Debí inventarme un par de cosas, también. Para ayudar al personal de asistencia ideé un protocolo. Le llamé ‘Protocolo Calma’.
―
Háblame acerca
de ese protocolo, por favor.
― Lo elaboré a partir de algunas lecturas y averiguaciones acerca de las acciones que se tomaban en otros países. Se me ocurrió escribir un acróstico[1]. Cada letra de la palabra con la que iniciaba la estrofa significaba algo. Ahora no recuerdo qué palabras eran. Fui creando sobre la marcha. Me di cuenta, además, de que entre todos mis colegas psicólogos, yo era la única que estaba metida en el meollo del asunto. Por lo tanto, no tuve posibilidad de buscar apoyo o averiguar qué hacían en otros hospitales de la ciudad. Mis colegas estaban en sus consultorios y hacían sesiones on-line, o de plano algunos habían dejado de trabajar. Luego, más o menos en junio de 2020, contratamos a una psicóloga. Ella entró exclusivamente para dar apoyo al personal de salud. Yo me concentré en los pacientes y sus familiares.
―
¿Cómo te
comunicabas con los pacientes?
― Al inicio no entraba a las habitaciones. ¿Qué hacíamos? Imprimíamos carteles con mensajes de los hijos, de las esposas o esposos, o los padres de los pacientes. Pegábamos esos carteles en el vidrio de la puerta de la habitación. En la parte de afuera. Desde sus camas, los pacientes podían leer los mensajes: Te amo, papá. Te amo, mamá. Y abajo del mensaje, el nombre del familiar. Empezamos con ese tipo de acciones.
― ¿Eso era lo que hacías con quienes estaban en
Terapia Intensiva?
― Si.
―
¿Ellos estaban
en una sala común?
― No. Estaban en unidades individuales. Algunos estaban conscientes y despiertos. Ellos podían leer los carteles. En ese momento todavía no había videollamadas. Nadie entraba a la habitación excepto las enfermeras. La verdad es que en un principio nadie me dijo: Corina, tienes que ingresar a las habitaciones. Pero las necesidades se hicieron evidentes. Era mucho el sufrimiento y la angustia. Tanto del paciente como de los familiares, que no podían ver ni estar en contacto con su pariente. Me pidieron que ingrese a la habitación cuando nuestro primer paciente con COVID entró en depresión, o que al menos le hable desde la puerta. Sentí algo de miedo, por supuesto, pero entré a su cuarto y a partir de ese momento me dije: ‘ok, tendré que seguir con esto porque nadie más lo hará’. Las enfermeras no tenían tiempo para contactar a las familias, y los médicos mucho menos. Debía ser yo. Ahora que lo pienso, tras ese primer ingreso, perdí el miedo. Nunca más tuve miedo. No puedo explicar con palabras lo que sentía, pero era algo parecido a ‘seguridad’, como tener la certeza de que no me iba a suceder nada malo. Recién cuando renuncié, un año y medio después, me di cuenta de la magnitud, de la gravedad, del riesgo al que me expuse.
―
¿Cómo era un
día en tu vida, en esos tiempos?
― Mi
esposo trabaja desde casa para una empresa norteamericana. Eso fue una
bendición, porque él se quedó en casa todos esos meses de pandemia, cuidando a
los chicos. Yo salía a las siete y media de la mañana, llegaba al hospital,
veía a los pacientes nuevos, me contactaba con sus familiares. Ingresaba a las
habitaciones de los pacientes que estaban conscientes. Siempre con el material
de bioseguridad apropiado. Programaba las videollamadas con sus familiares.
Entraba, habitación por habitación. Unidad por unidad. Algunos estaban
entubados, así que no podían hablar. Pero igual realizábamos las videollamadas.
Los familiares lo veían, le hablaban, le hacían escuchar canciones. Algunos
venían hasta la recepción del hospital a dejar objetos, como rosarios y esas
cosas, que yo me encargaba de llevar a la habitación del paciente. Todos los
días, así, con esa rutina. A algunos pacientes les habían realizado
traqueotomía, por lo tanto no podían hablar. Con ellos utilizábamos una
pizarrita con el abecedario, para que marcaran las letritas y así formasen
mensajes para sus familiares. Y así se pasaba la jornada. Yo iba medio tiempo.
Iniciaba a las siete y media y finalizaba entre las 12:30 y las 13:00. Iba a
casa y pasaba tiempo con mis hijos. Luego retorné a dar consultas, de a poco y
mediante videollamadas. La demanda por consultas privadas se incrementó
dramáticamente. La gente empezó a colapsar.
[1] Acróstico procede de un vocablo griego que alude a la finalización de un verso. La primera acepción del concepto que menciona el diccionario de la Real Academia Española (RAE) hace mención al poema que, con las letras iniciales, intermedias o finales de sus versos, forma una expresión o una palabra. Por ejemplo:
Daría todo por volver a verte,
incluso aquello que jamás tuve
o que fue mío y lo perdí.
Solo eso pido: volver a verte.
Como se puede
advertir, si tomamos la primera letra de cada verso y las unimos, se forma la
palabra “Dios”. Esta estrofa, por lo tanto, es un acróstico.
―
¿Cómo lidiabas
con los pacientes internados en el hospital? ¿Cuál era el objetivo concreto de
ese apoyo psicológico?
― Contención. Trabajar para que disminuyan los miedos. Pedirle que ayude, que colabore. Algunos no querían ponerse de panza, así que debía hablarles para que tengan la predisposición. Y también coordinaba con la familia, y les hacía entender que ellos también debían colaborar. Durante los primeros seis meses todo eso se hizo más que nada mediante videollamada. Luego, ya en agosto o septiembre de 2020 empezamos a abrir de a poco las puertas de la clínica. Entramos a la etapa en la que una persona de la familia podía visitar a su pariente enfermo, una vez al día. De preferencia, alguien que ya había superado al COVID y tenía anticuerpos. Había que organizar ese encuentro con mucho cuidado. Les preparabas, para que sepan qué esperar cuando viesen a su familiar enfermo. Empezamos a lidiar con otro tipo de situaciones. Por ejemplo, elegir al familiar que podía ingresar. ¿Cómo le informas a una esposa o a un hijo que no tiene permiso para ver a su marido o padre? Debía lograr que las personas entiendan que no se podían arriesgar. Y no solo eran ellos quienes se arriesgaban, sino que arriesgaban a todos. He estado cara a cara con personas que, teniendo COVID, iban al hospital, se sentaban en la sala de espera y me decían: ‘quiero verlo, quiero verlo’. Y yo estaba ahí, frente a frente, expuesta, y les hablaba claramente, les decía: ‘usted no puede estar acá, debe estar en su casa. Es irresponsable de su parte que venga, puede contagiarnos a todos’. ¿Cuánta gente habrá mentido? ¿Cuánta gente habrá dicho que no tenía nada pero que en realidad estaba con el virus dentro? No lo sé. Era bastante agotador lidiar con todo ello. Debido a esas situaciones fuimos armando políticas internas para abrir la clínica poco a poco pero manteniendo la bioseguridad.
―
¿De qué forma
afectó la pandemia al personal de salud?
― Antes
de la llegada del COVID los médicos y enfermeras, desde mi experiencia,
tenían interiorizada la creencia de que ellos siempre podían con todo, que
no les podía suceder nada porque eran ellos quienes ayudaban y cuidaban a los
demás. Sin embargo, el COVID los puso en una situación de vulnerabilidad
incontrolable. Miedo, angustia, la cercanía de la muerte, la tristeza,
frustración e impotencia se convirtieron en sentimientos cotidianos. Se
dieron cuenta de su humanidad. Si en algún momento de sus vidas creyeron ser
superhombres o supermujeres, el COVID les hizo notar que se habían equivocado.
Sin embargo, aún con toda esta vulnerabilidad a flor de piel, con todo el
estrés, la intensidad y presión, ellos siguieron de pie, día a día; luchando,
ayudando y salvando gente. Fueron y serán siempre los héroes de esta pandemia,
sin duda alguna. Tuvieron que ponerse una armadura y transitar por la
vulnerabilidad demostrando, continuamente, sus mejores cualidades: valentía,
coraje, decisión, vocación de servicio, constancia y esperanza.
―
¿Cómo se manifestaba esa vulnerabilidad?
― Algunas
enfermeras lloraban. Se sentaban y lloraban. O hablaban sobre el tema
continuamente. Compartían sus experiencias de otros hospitales, donde también
trabajaban. Todo lo que veían. La vulnerabilidad. Imagínate: muchas se fueron
de sus casas, para no contagiar a sus esposos, a sus hijos, sus padres. Se
aislaban en su cuarto, no se acercaban a sus hijos. Vos escuchabas los rituales:
quitarse la ropa, ponerla en bolsas negras, bañarse en el patio antes de entrar
a la casa. Parecía una película. Como esa película Contagion[1]. En
un principio no se dejaban ayudar. Eso llamó bastante mi atención. Debieron
colapsar completamente para que aceptaran apoyo y contención. Después
entendieron la importancia del apoyo grupal. Ese apoyo tipo: ‘entre todos nos
damos un ¡vamos!’, ‘¡sigamos adelante!’, ‘yo te banco’, ‘¡vamos, doctor, no se
dé por vencido!’, ‘¡llore aquí, conmigo!’, ‘¡no desfallezcamos, vamos a salvar
a este paciente!’. Nos convertimos en una familia. Sobre todo las enfermeras y
los médicos, que pasaban juntos tanto tiempo. Y de pronto, comenzamos a reír.
Sin darte cuenta, estabas riendo. Pero mirabas al costado y veías a los
pacientes, muriendo. Y si alguien externo hubiese sido testigo de esa
situación, podría haber pensado: ‘wow, qué heavy, qué pesado, ¿cómo es posible
que rían?’. Pero la verdad es que, si no reíamos, no habríamos sobrevivido. Sin
esos momentos de humor negro, de sarcasmo, o de bromas; sin esa solidaridad
grupal y complicidad, todo habría sido mucho más difícil. ¿Por qué? Porque esa
intimidad era el único contacto real que teníamos con otras personas.
Especialmente las enfermeras. Retornaban a sus casas y se aislaban, no hablaban
con nadie o, si lo hacían, era por teléfono. Los primeros tres meses de pandemia
mi esposo durmió en otra habitación. Fue a petición mía. Evité el contacto con
mis hijos. Evité besarlos, abrazarlos. Eso fue duro. Yo llegaba a casa y me
querían abrazar, pero yo no lo permitía. Y les explicaba el motivo, pero es
difícil que los chicos entiendan[2]. Ellos
me veían llegar, super cansada. Y yo tenía que llegar a casa y ser mamá, ayudar
un poco en las tareas, jugar un poquito con ellos, porque los pobres habían
estado todo el día allí, encerrados, sin contacto con sus amigos o abuelos, haciendo
nada.
[1]
Contagio (2011) (Contagion en
inglés) es una película estadounidense dirigida por Steven Soderbergh y
protagonizada por Matt Damon, Jude Law, Kate Winslet, Laurence Fishburne,
Marion Cotillard y Gwyneth Paltrow. Fue estrenada el 9 de septiembre de 2011 en
Estados Unidos, el 14 de octubre en España y el 27 de octubre en Argentina. La
película en ese entonces se basó en la pandemia de gripe A (H1N1) de 2009-2010.
En 2020, debido a la pandemia de Covid-19 adquirió más notoriedad ya que ambos
sucesos comparten similitudes.
[2] En 2020 los hijos de Corina tenían 11 y 6 años.
―
¿Enfermaste de
COVID?
― No, pero me dio COVID psicológico.
―
¿Qué es eso?
― Ocurrió a finales de julio de 2020. La primera ola estaba decreciendo. Una noche llegué a casa y experimenté dificultades respiratorias. Me puse muy nerviosa. ‘Esto no es normal, voy al hospital’, le dije a mi esposo. Yo siempre había tenido mucho cuidado, siempre usé traje de bioseguridad, pero la posibilidad de contagio era real. En el hospital el médico de emergencias me revisó y me dijo que no parecía que tuviera COVID. Me realizaron la prueba. Estuve dos días aislada, hasta que recibí el resultado. Era negativo. No tenía COVID, pero sí stress y ansiedad.
―
En la clínica
en la que trabajabas, ¿hubo fallecidos del personal de salud?
― No. Del personal de enfermería, no. Tuvimos una enfermera que estuvo muy grave, pero que por suerte se recuperó. Sí hubo médicos, que no eran de planta pero que trabajaban con nosotros, que fallecieron de COVID. Médicos de emergencia que enfermaron y estuvieron en terapia intensiva, pero que por suerte no murieron. Murieron varios médicos externos que eran conocidos nuestros. Y murieron familiares de personas que trabajaban en la clínica.
―
¿Pensaste en
renunciar?
― Sí. Dos veces. La primera: en el auge de la primera ola. Y luego otra vez, cuando iniciaba la segunda ola. Me planteó un dilema ético y moral. Era mi trabajo y me sentía obligada a no abandonar. Mi compromiso es con el paciente, y era yo quien se encargaba de conectar al paciente con sus familiares. Si yo me bajaba del barco, ¿quién iba a realizar esa labor? Ganó mi vocación. Y ahora creo que ganó mi vocación porque en ese momento no me detuve a pensar, a reflexionar. Claro, yo no tenía conciencia del riesgo. Pero a la vez, tenía la seguridad de que nada malo iba a pasarme. Además, cumplía a rajatabla los protocolos de bioseguridad. Aunque estuvimos cara a cara con personas infectadas con COVID, y aunque trabajábamos en terapia intensiva, fuimos varios los que no resultamos contagiados. La responsabilidad era muy grande. No podía abandonar mi trabajo, cuando nos enfrentábamos a este problema de tan inmensa envergadura, no solo a nivel de país o ciudad; sino a nivel de la humanidad.
―
¿De qué manera
viste afectada tu vida familiar? ¿Lograbas llegar a casa y sacar el trabajo de
tu cabeza?
― A veces. Había días que realmente eran muy difíciles. Días en los que tres o cuatro personas habían fallecido y yo había acompañado a los doctores a dar la noticia a la familia, por ejemplo. Y yo creía que llegaba a casa y era capaz de separarme del trabajo. Pero después me daba cuenta de que no lo hacía tan bien como creía, porque el feedback que recibía de mi esposo era: 'Corina, me dices que todo está bien, pero tu cara muestra todo lo contrario'. Y las repercusiones se hicieron evidentes. Mi hijo empezó a faltar a clases, ése era un claro indicio de que algo fallaba. E incluso él, mi hijo, me decía: ‘es que no sé cómo estás mamá. A veces llegas bien, a veces mal’. Empezó a querer cuidar de mí. Uno piensa que no transmite ciertas cosas internas, pero en realidad sí lo hace. Esos detalles, sumados a otros, me hicieron dar cuenta de que no estaba manejando correctamente la situación. Y todo tuvo sus consecuencias. Mi ausencia, mi stress. Recién ahora estoy notando las consecuencias.
―
Ya me has
comentado acerca de los problemas psicológicos que afectaban a los pacientes
internados, a los familiares y los miembros del personal de salud. ¿En qué
situación encontraste a tus pacientes de terapia privada?
― Había
demasiados ataques de pánico, por el encierro y aislamiento. Demasiados
pacientes que llegaban a emergencia con mucha ansiedad, pensando que tenían COVID.
Empezaron a haber problemas de pareja. Muchos Trastornos Obsesivos Compulsivos
con el tema de la limpieza, del contagio. Irracionalidad en las formas de
contagio. La gente colapsó. Querían que les ayudes, aunque sea online, para
lidiar con la ansiedad, con los problemas de pareja, con los cambios repentinos,
con el estrés. Las necesidades eran múltiples y todavía lo son. Ahora la
demanda está vinculada a recoger lo que se rompió durante el año y medio de
pandemia, en todo sentido.
―
El encierro
puede provocar cosas terribles en la mente de un individuo
― Yo no te puedo explicar el nivel de irracionalidad al que llegó la gente. Las historias que escuchaba. Personas que dejaban las verduras al sol durante tres días, para desinfectarlas. Y que luego las lavaban con tanta minuciosidad, lechuga tras lechuga, tomate tras tomate. O personas que recibían un queque, de regalo, y que lo calentaban en el microondas para ‘matar al virus’. La gente que no iba al supermercado porque pensaba que si tocaba siquiera una lata de atún, se contagiaría de COVID. Además, en algunos momentos, yo sentí que personas cercanas a mí preferían mantenerme alejada. Claro, ellas sabían dónde trabajaba. No lo decían en mi cara, pero era bastante evidente. Yo lo entendía completamente. No me ofendí, ni mucho menos. Durante varios meses no vi a mis padres y cuando por fin pude verlos, fue a la distancia, de lejos. Yo misma no permitía que mi madre se saque el barbijo cuando nos visitaba. Pero en síntesis, el nivel de irracionalidad fue muy alto. Nunca había escuchado cosas de esa envergadura.
― Escuchándote
en este momento, no me parece nada raro lo que mencionas. En mi casa adoptamos
esas costumbres.
― Claro, porque esos rituales se normalizaron. Conozco a una persona que hasta el día de hoy sigue rociando con alcohol las bolsas del supermercado. Lo limpia todo. Y ya ha pasado un año y medio, pero ella sigue haciendo lo mismo. Todos lo hacíamos, porque no sabíamos cómo era el manejo. Por eso se normalizó hacer esas cosas, y por eso vos no lo ves tan raro. Pero eran rituales que aumentaban la ansiedad de la gente, porque si llegabas a tu casa y no te bañabas, creías que tenías el COVID encima. Entonces, con esas cosas, la gente que ya experimentaba ansiedad antes de la pandemia, vio triplicada su ansiedad. Y la gente que no tenía ansiedad, empezó a tenerla o a manifestarla en distintas formas, como por ejemplo conductas obsesivas y compulsivas.
―
Antes de la
pregunta final, te pido que una vez más me comentes acerca del apoyo que dabas
a los pacientes en terapia intensiva.
― Me contactaba con la persona designada de la familia, conveníamos un día y hora y, llegado el momento, yo ingresaba a la habitación del paciente. En caso de que el paciente estuviese entubado, yo le advertía a la familia de esa situación, para que se preparen. Hacíamos entonces una videollamada grupal. Si el paciente tenía, por ejemplo, tres hijos, cada uno de ellos tenía su oportunidad de hablar. Las personas daban palabras de aliento. No se podía hacer mucho más, ya que el tiempo era limitado. Una no podía permanecer más de 10 minutos dentro de la habitación. A veces enviaban audios que yo les hacía escuchar a los pacientes. O le enviaban canciones. Así era con los que estaban inconscientes. Los otros pacientes, los que podían ver y escuchar y hablaban un poquito, se emocionaban bastante cuando veían los rostros de sus familiares en la pantalla del teléfono. Muchas personas sentían en esos momentos una dosis de esperanza y motivación, que desde lo psicológico son factores que ayudan y potencian la posibilidad de recuperación. Así fue en muchos casos. Varias veces recibimos obsequios de agradecimiento. Regalos o pasteles que nos enviaban al hospital. Un paciente que se recuperó incluso nos recibió en su casa y nos invitó un churrasco. Una sentía la retribución. Algunos me decían: ‘usted es el único nexo que tenemos con mi papá, con mi mamá’. Eso siempre lo recordaré. Sé que puedo ser un recordatorio de un mal momento en sus vidas, pero también de un buen momento.
―
¿Por qué
renunciaste?
―
Todo
lo que viví durante la pandemia me hizo abrir los ojos y reflexionar acerca de
la calidad del tiempo que puedo tener para mí misma, para mi familia, para mis
hijos. No renuncié solo a causa de la pandemia. Renuncié porque tras diez años
de trabajo había acumulado mucho estrés. La pandemia fue el empujón final. El
límite. Ese lugar se había convertido en mi segundo hogar. Y en ese proceso
había dejado de lado, o mejor dicho, no había priorizado mi
rol de madre y esposa. Me había descuidado a mí misma. Siento que cumplí. Estuve allí
un año y medio, en lo más feo de la pandemia. Hice mi aporte, di mi granito de
arena. Pero hay cosas más valiosas en esta vida que un trabajo. Un trabajo que,
además, siento que alguien más lo puede hacer. He dejado la labor en manos
de alguien en quien confío mucho, alguien a quien entrené y preparé. Y también
creo que me fui en el momento correcto, porque me fui amando el trabajo que
hice. Hubiese sido triste haber permitido que el estrés me sobrepase o que haya
renunciado odiando mi trabajo. Siempre me gustará el hospital. Siempre sentiré
cariño por ese lugar. Siempre me encantará el trabajo que hice allí. Pero ya
cumplí mi ciclo.
Ella es Corina Montilla |
Al 11 de enero de 2022 (el día previo a la publicación de esta entrevista), Bolivia tenía registrados los siguientes números:
- 697.236 casos de COVID.
- 20.056 fallecidos.
- Tasa de letalidad: 0.6%.
- Porcentaje de la población con vacunación completa: 43%
Fin de la entrevista
Eva Sofía Sánchez Exeni 12 01 22
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